– Por Creer en ti… y en mí
Mi hermana me llamó para invitarme al cumpleaños de Pedro, su esposo, y supe que algo no estaba bien. Por supuesto, que no me contó nada durante los dos minutos que duró la llamada. No es el tipo de persona que anda ventilando sus problemas. Yo tampoco. No nos criaron así. La atendí con el afecto de siempre, agradecí la invitación y prometí que el domingo asistiría sin falta. Sin embargo, después de colgar me quedé con la impresión de que algo le había ocurrido, que podía estar preocupada o tener algún inconveniente. Lo comenté con mi esposa antes de dormir, pero ella no le dio mucha importancia.
—¿No crees que te estás haciendo ideas? —dijo.
—No, para nada, sé que le pasa algo, puedo notarlo en el tono de la voz.
—¿En el tono de la voz?
—Sí.
Paula terminó con nuestra conversación volteando su cuerpo y durmiéndose en pocos minutos.
En la mañana, antes de salir a trabajar, llamé a mi hermana y le pregunté si le apetecía ir a almorzar. Quería hablar con ella y averiguar lo que ocurría. De nuevo sentí el desconcierto en su voz. Me despachó con un “Sí” seco y un “Tengo mucho que hacer, hablamos más tarde”. Mi esposa, que estaba cerca, pasó a mi lado y susurró:
—No es nada, deja de hacerte malos rollos en la cabeza.
Sus palabras me molestaron, pero no respondí. Salí de casa sintiéndome desorientado, pensando que quizá ella tenía razón, me estaba haciendo ideas que no se correspondían con la realidad.
Faltando treinta minutos para la hora de nuestra cita, mi hermana me llamó para cancelarla.
—Tengo un asunto que resolver con Pedro—dijo y, sin darme tiempo de preguntar qué era, colgó.
Interpreté aquella llamada como una confirmación de lo que pensaba: tenía un problema y no quería decírmelo. “Tengo razón”, me dije. De inmediato busqué el móvil y llamé a mi esposa para echárselo en cara. Ella estaba en su trabajo. Es periodista. Me escuchó y luego me dijo, sin un síntoma de molestia:
—Te haces malos rollos en tu cabeza. A tu hermana no le pasa, nada. Siempre has sido un histérico y un dramático.
“¿Histérico? ¿Dramático?”, pensé y sentí un nudo estrangulando mis tripas. Colgué antes de decir a mi mujer algo de lo que me arrepintiese.
El resto de la tarde ya no pensé en mi hermana; en mi cabeza se apretujaba una lista de reclamos que guardaba para decir a Paula, una lista de cosas que me disgustaban de ella. Mi cabeza hervía e imaginaba las cosas que le diría al llegar a casa. “Pondré las cosas en claro”, me dije. “No puedo seguir tolerando su tiranía”. El trabajo pasó a segundo plano.
A las cinco de la tarde, cuando me disponía a dejar la oficina, apareció mi hermana. Me vio, abrió las manos para abrazarme y dijo:
—¿Salimos a comer? Tengo que contarte una buena noticia.
Sus palabras en vez de alegrarme, me causaron molestia. “¿Una buena noticia?”, me pregunté en silencio.
La seguí hasta un restaurante cercano, más motivado por una falsa amabilidad, que por el deseo de acompañarla. Estaba embarazada, me lo confesó cuando estuvimos en la calle. Yo seguía molesto, pensando en mi mujer, en las cosas que me disgustaba de ella. De pronto, antes de entrar al establecimiento, sentencié:
—Me voy a divorciar.
—¿Qué? —preguntó mi hermana sin terminar de entrar.
—No aguanto más a Paula. Me voy a divorciar.
Pasé las siguientes dos horas enumerando las cosas que me disgustaban de mi mujer. No presté atención a la noticia del embarazo. Sí, sería tío, me emocionaba, pero aquello pasó a segundo plano. Mi hermana me escuchó en silencio. Luego me dijo que estaba siendo injusto.
—¿Injusto? —pregunté sorprendido.
—Todos somos diferentes. Tú tampoco eres una joyita—dijo y pasó a enumerar una larga lista de actitudes mías que podían juzgarse como reprochables. Yo era mayor que ella, pero me conocía de casi toda la vida—. El amor se basa en la aceptación del otro. Ella es mucho más racional. Tú más pasional.
Me marché molesto y decidido a lanzar por la borda tres años de matrimonio, cinco de noviazgo y los planes que teníamos para el futuro. “Es Paula quien no me acepta”, pensé mientras me acercaba a casa. No se me ocurrió en ese momento que no era la desazón de mi hermana la que sentía al teléfono, sino la mía; que en realidad sí me había hecho rollos en la cabeza.
Cuando llegué a casa, descubrí que mi esposa había llegado. En la mesa estaba servida la cena.
—Tú hermana me ha llamado, me dijo que estabas con ella y venías para acá. Así que pensé por qué no tener una bella cena.
Mi hermana tenía razón: estaba siendo injusto. Miré los ojos negros de mi esposa, su cabello negro y sus dedos largos, que sujetaban un bol para ensalada. Me acerqué para besarla y ayudar a poner los últimos cubiertos en la mesa. Ella correspondió a mi beso.
—Tenías razón—me dijo—, sí le pasaba algo a tu hermana. Está embarazada, pero lo ha contado al teléfono.
Sonreí. El amor era más fuerte y podía aceptar su personalidad, porque era una de las cosas que, al final del día, más me gustaba.
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